Saqué el post-it del bolsillo de la chaqueta y lo volví a mirar, extrañado. No había duda, la dirección era la correcta, o al menos coincidía con aquel portal. La primera visión de la fachada le bajaría la moral a cualquier cuidadano común, y se la subiría a cualquier Indiana Jones: la piedra carcomida pedía socorro hacía mucho tiempo, esperando que alguien tuviera la compasión de retirar los hongos y la humedad que cubrían pilastras y frontones, de un pastiche pseudo-neoclásico de dudoso valor artístico, o de derribar el edificio hasta los cimientos de una vez y terminar con todo. Entre la mezcla orgánica de verde musgo, grises y negros de la pared, encima y a la derecha de la puerta, se adivinaban los restos de inscripción en una placa:
...ienda
...cional
...vivienda
...a está acogida
...s beneficios de la
ley de 15 de julio de 1954
¿1954? Antes de Cristo, diría yo. La puerta estaba abierta, y los escalones de mármol que me recibieron estaban gastados, hundidos, como si llevaran siglos con la cabeza agachada y los ojos cerrados, condenados desde el comienzo de los días a soportar millones de pasos sobre sus espaldas. Subí por ellos con el respeto que induce el paso del tiempo (aquel sitio no se había vuelto a tocar desde su construcción), y ni el sonido de mis pasos sobre el mármol reverberaba, cansado ya de rebotar por las paredes durante años.
PASE SIN LLAMARrezaba una placa furruñosa * en la puerta. Asombrosamente no estalló en chirridos infernales al empujarla.
El señor de bata blanca levantó la vista de sus papeles, por encima de las gafas, al verme pasar. No había ordenador por ningún sitio. De hecho, no había nada más que cuatro o cinco archivadores polvorientos, un montón de papeles sobre la mesa, una grapadora, un bote con bolígrafos y una caja de Gelocatil.
- Hola. Siéntate ahí. Enseguida estoy contigo.
La "sala de espera" era un habitáculo con sillas que parecían sacadas de alguna peluquería (que hubiera cerrado 30 años antes). En la mesa central, que no era más que un cubo de contrachapado, una sola revista: "Seguridad vial". No quise mirar la fecha, seguramente en ella hablarían de carretas y caballos. En esos pensamientos me hallaba cuando el lacónico Dr. Mengele volvió a hablar.
- Pasa por aquí.
Le seguí, obediente, hasta una sala con una mesa y una de esas sillas de peluquería antigua. Me senté y puse la chaqueta en las rodillas (del perchero colgaba un estetoscopio, como muerto). La sala era una mezcla de sala clínica y trastero. Más archivadores peleándose por no caer de las estanterías, de las que colgaban un par de batas; una camilla; un par de posters médicos (y otro de un oso pardo, de cuando había osos pardos) colocados para tapar enormes manchas de humedad en la pared... Mengele no me miraba mientras hablaba.
- ¿Eres epiléptico?
- Uh, no.
- ¿Has ido al psiquiatra?
- No, aún, je (Mengele no sonríe, conclusión: Cecil, cállate).
- ¿Tomas pastillas para dormir?
- No (NdA: no me hacen falta: véase post anterior).
- ¿Tienes la tensión alta?- No, que yo sepa.
- ¿Qué letra es esta? - apuntó con una vara al panel de óptica, tan viejo que me extrañó que el alfabeto que mostraba no fuera el griego clásico.
- La B.
- Ven por aquí.
Volví a seguirle a la zona de recepción. Se sentó, y firmó cuatro cosas. Levantó la vista por encima de las gafas otra vez.
¿Bebes? -preguntó.
No más de lo razonable -contesté yo.
Son 30 euros -sentenció. Solté el dinero en la mesa y me llevé el sobre con mis resultados, lo más rápido que la cordura me permitía.
Por fin había hecho el reconocimiento para el carnet de conducir.
-o-
Conclusión: cualquier gilipollez en esta vida puede resultar una aventurilla, según con qué ojos lo mires. Eso sí: todo es verídico y real. Un poco exagerao, puede...*
furruñosa: herrumbrosa. Es que aquí eso de "herrumbre" nunca se dice y me sonaba como el culete.
Abrazos, y perdón por el tostón. De vez en cuando me presta dar rienda suelta a mi torpe pluma... como es gratis...
Cecil