
Odio volar. O sea, que si hay que volar se vuela, no hay que drogarme ni dejarme inconsciente, como a M.A. (que curiosamente en el ejército era paracaidista), pero no me gusta una mierda. Sube, baja, que si se coloca, que si turbulencias, además la comida brilla por su frugalidad, te sacan 5€ por unos auriculares ponzoñosos para que veas pelis ponzoñosas, y las azafatas son unas brujas escondidas tras su sonrisa. Un pequeño infierno volador.
Pero todo llega a su fin, y después de 10 horas de perseguir a la isla (la Tierra rota en esa dirección), Sergio y yo llegamos a Cuba. La primera hostia de calor casi nos deja sentados en el túnel de salida del avión, llorando y babeando que queremos volver a casa con mamá. Repuestos del primer impacto y tras un registro de maletas de cerca de una hora (hasta los prospectos de los medicamentos se leía el tío) buscando qué sé yo, nos reunimos con el resto de la expedición y nos cogemos un taxi (previa negociación con el tipo) para La Habana: unos 20€. El sueldo del mes de un médico.
La primera impresión visual de la Habana desde el taxi es poca: es de noche y no se ve ni para cantar. Así que no nos enteramos de nada hasta bajarnos, en el 511 entre 23 y 6 (fórmula mágica para llegar a casa en taxi ante posibles pérdidas). Saludamos a la, después lo sabríamos, grandiosa cabrona de nuestra casera, posamos las maletas, vamos a ver a nuestros vecinos, que están en el porche tocando ritmos de santería (primer contacto), y nos sentamos luego en las mecedoras de nuestro porche a beber Bucanero (la birra de allí) y fumar Popular (el tabaco de allí). Todo expectativas. Eso sí: hace mucho calor. Estamos en Cuba.