
Hace tiempo que he dejado de bailar, a mi pesar, al ritmo de la luz natural. El hecho de que las clases que me quedan en la facultad no empiezan hasta mediados de febrero (con lo cual nadie me va a castigar si no madrugo), en combinación con el café que tengo por costumbre tomar a golpe de las seis de la tarde, hace que me haya convertido en un híbrido entre lechuza y marmota sin llegar a ser ninguna de las dos: no consigo conciliar el sueño hasta pasadas las 3 de la mañana (a veces, bien pasadas), lo cual implica que me despierte como a las 11, cuando la gente normal ya ha desayunado, sacado al perro, hecho footing, se ha pegao la ducha y por lo general lleva un buen rato trabajando -o mirando páginas guarras- en la oficina. Y esto, que parece una tontería, tiene sus consecuencias: mi despertador biológico, que es mi madre cuando le sube la mala leche (siempre funciona, eso sí) opina que soy una rémora (literalmente); y además uno se siente mal, oye, que el tiempo es más aprovechable por las mañanas que por las noches, cuando no puedes hacer ruido porque hay que dejar que la gente formal sueñe con sus tonterías.
Así que hoy, y lo declaro pública y blóguicamente, voy a intentar acortar ese desfase horario que me tortura la mente y anquilosa el cuerpo (más), aunque me temo que eso pasa por cansarme de alguna manera (me han dicho que hay una cosa que se llama "deporte", espero que no sean pastillas que me sientan fatal al estómago) y cambiar el café por el colacao para estar a la 1 en la cama como mucho, y mañana levantarme a una hora normal, y aguantar todo el día sin dormirme y sin café que valga.
Madruguen, madruguen, que como dice el refrán, "al que madruga le da tiempo a más cosas", o algo así era. Abrazos de mediodía.